lunes, 29 de marzo de 2010

Nuestro cerebro altruista

Creíamos que el ser humano era el único animal capaz de sentir empatía. Sin embargo, el altruismo existe en muchos otros animales. Estar conectado con los demás, entenderlos y sentir su dolor no es exclusivo del ser humano. El primatólogo Frans de Waal, gran estudiador de las emociones animales, habla sobre empatía y simpatía, capacidades clave para el éxito en la vida social.




Fuente

El cerebro no distingue entre dolor físico y emocional

Importa más el impacto de los sentimientos abstractos que los físicos y concretos de la sed o el hambre. Los dolores causados por motivos sociales –como un desamor– o los placeres de igual naturaleza –como aprobar una oposición– activan idénticos circuitos cerebrales que los estímulos fisiológicos, básicos para sobrevivir, como la práctica del sexo.

Se está confirmando, pues, una sospecha que teníamos en el sentido de que el cerebro trata con la misma deferencia o indiferencia, según se mire, experiencias sociales y abstractas como una falta de reconocimiento social y conductas físicas tan concretas como saciar el hambre o morir de sed.



Ya lo dicen las canciones y los poemas: el amor duele. Pero ahora, gracias a la nueva tecnología, los científicos están confirmando que el sufrimiento emocional realmente puede doler físicamente.

El cerebro procesa el dolor físico en la corteza cingular anterior, y también el dolor emocional. Las nuevas investigaciones cerebrales revelan que la misma parte del cerebro que procesa el dolor físico también se encarga de procesar el dolor emocional.

Y esto explica, afirman los expertos, que de la misma forma como una lesión física puede causar dolor crónico, mucha gente nunca se recupera de una herida emocional. El dolor emocional, sabemos, puede adquirir muchas formas. Puede ser la ruptura de una relación, la exclusión social, o la forma más extrema que es la pérdida de un ser querido.

Muchas personas que han experimentado este tipo de dolor extremo a menudo hablan de "un dolor en el pecho", "un vacío debajo del esternón", o de pensar que se están volviendo locos por tanto dolor.

"La gente que ha sufrido daños emocionales a menudo traduce ese dolor en algo físico", afirma el profesor David Alexander, director del Centro de Investigación de Trauma en Aberdeen, Escocia y quien ha ayudado a sobrevivientes de desastres, incluidos en tsunami en Asia y la guerra de Irak.

Se cree que el dolor físico y el dolor emocional están relacionados de esta forma porque las relaciones sociales son cruciales para nuestra supervivencia como especie.
Enfrentado a una situación de peligro, un hombre solo tiene menos posibilidades de sobrevivir que un grupo de humanos. "El sistema de uniones sociales está muy vinculado al sistema de dolor físico para asegurar que el ser humano permanece conectado de cerca a los otros", "Cuando se nos separa de una relación, o un grupo nos rechaza, es muy doloroso así que intentamos evitarlo".

El dolor físico es una advertencia de nuestro organismo para no hacer algo que nos hace daño, por ejemplo, caminar con un tobillo o una pierna rota.

El dolor emocional, afirman los expertos, también puede ser una advertencia, por ejemplo, para no volvernos a acercar a cierto tipo de hombre o de mujer que nos puede herir emocionalmente.

Y de la misma forma como el dolor físico puede volverse crónico, también ocurre los mismo con el dolor emocional.

"Una persona tiene mayor riesgo de morir en los seis meses después de que perdió a un ser querido" afirma el Martin Cowie profesor de cardiología del Hospital Brompton, en Londres. "Y esta tendencia ocurre más entre los hombres", agrega. Esto se debe a que la gente que sufre una muerte cercana tiene más probabilidad de tener un accidente o de sufrir un infarto o embolia. Porque las hormonas que están involucradas en el estrés de la pérdida de un ser querido aumentan las posibilidades de que ocurran estos eventos.

Lo que está sugiriendo la ciencia, ni más ni menos, es que el mundo de los sentimientos y la historia del pensamiento inciden en el corazón de la gente en no menor medida que una hambruna o el calentamiento global. ¿Entonces por qué nos ocupamos menos de los primeros que de los segundos?

Y, si eso es cierto, deberían matizarse muchas de nuestras convicciones o, cuando menos, alterar lo que yo llamo nuestra “estrategia de compromisos”. No es seguro, por ejemplo, que nuestra supervivencia dependa en mayor medida del famoso cambio climático que de nuestro reconocimiento individual por el resto de la sociedad; de saber, en definitiva, si me odian o me aman.

Una cría de chimpancé se aferra a su madre. El cuidado parental juega un papel esencial en el aprendizaje de los mamíferos. Esta característica, ha valido a los mamíferos (humanos incluidos) su éxito evolutivo.

El misterio no desvelado todavía es por qué el cerebro trata igual la necesidad afectiva que la física. Todo el mundo entiende que la falta de alimentos y de agua o las temperaturas extremas causan dolor. Pero ¿por qué utiliza el cerebro el mismo sistema neurológico para abordar privaciones y recompensas físicas que privaciones y recompensas morales?

Un equipo de científicos liderado por H. Takahashi de la Universidad de California, en Los Ángeles, sugiere que existen razones evolutivas de supervivencia de la especie que explicarían dicho comportamiento. En los mamíferos –y muy particularmente en los humanos– es muy elevada la dependencia de los recién nacidos, que llegan al mundo desprovistos de los mecanismos necesarios para sobrevivir por su cuenta. El precio pagado por disfrutar de una inteligencia mayor que el resto de los mamíferos cuando se es adulto implica dedicar los siete primeros años de la vida al aprendizaje y a formar la imaginación, en régimen de todo cubierto, por supuesto, incluidos los gastos sanitarios.

Sin la dedicación de un cuidado específico, ningún recién nacido podría sobrevivir. En este sentido, los sentimientos sociales preceden la cobertura de las necesidades físicas y concretas, como dar de comer, calmar la sed o proporcionar la temperatura adecuada. Es muy discutible que sin esos sentimientos sociales pudiera darse luego la compensación física necesaria para sobrevivir. El cerebro acierta en dar a los primeros la misma prioridad que a la segunda. Esta vez, la evolución optó por la alternativa adecuada. Ahora, sólo hace falta que todos nosotros nos comportemos de igual manera.

Fuentes: BBC, eduardpunset.es

sábado, 20 de marzo de 2010

La imperfección de la perfección



“If you want to ride the ultimate wave, you have to be willing to pay the ultimate price.” (“Si quieres surfear la mayor de las olas tienes que estar dispuesto a pagar el mayor de los precios”).

A los 19 años, Mark Foo era un surfista profesional, uno de los grandes del ISP World Tour; pero sólo tres años después decidió abandonar la competición para surfear olas gigantes en Waimea, Hawaii y dedicó su vida a perseguir la ola inalcanzable.

La física de coger olas tiene que ver con variables y principios básicos como: velocidad de la ola, velocidad del surfer, tamaño de la ola, longitud de la tabla, energía cinética, etc… Teniendo en cuenta estas variables dentro de las ecuaciones, se llega a deducir que a partir de un tamaño de entre 12 y 15 metros es imposible subir o entrar en la ola de la manera tradicional, o sea “remándola”. Con esa altura, las olas se mueven a una velocidad de mas de 40 kilómetros por hora, y tus pocas posibilidades son:

1.-No llegar a la ola y que te pase por debajo
2.- Caer a plomo, cuando ya ha roto, bajo toneladas de agua (con muchas posibilidades de romperte el cuello, no sería el primero al que le pasa)
3.- En el límite del tamaño de ola y dependiendo de la longitud de la tabla, aunque consiguieras hacer el “take-off”, la inercia que te proporciona tu remada no te proporciona energía suficiente para deslizarte a la velocidad necesaria por la ola, y esta acabaría atrapándote.

Los surfers de olas gigantes lo saben, y ahora surfean esas olas con la ayuda de motos de agua, lo que se llama “tow-in” surf, pero para Mark Foo ese era el reto: subirse en la ola imposible sin ayuda. Y es a eso a lo que dedicó su vida.

El 23 de diciembre de 1993, murió en un accidente surfeando una ola gigante en Mavericks, tal vez la ola mas famosa de la costa de California.

Ahora una historia mucho menos mítica:

En 1997, y tras muchos años de afición, me apunté a una escuela de ajedrez con el maestro Yan, donde estuve un par de años estudiando y compitiendo. Empecé a comprar montones de libros sobre aperturas, medio juego, problemas, defensas, sacrificios…Pasaba horas analizando finales y celadas, ensayando con el ordenador y resolviendo esos problemas del periódico que dicen “juegan blancas y ganan”. Tras dos años de intensísmo estudio y entrenamiento al límite, conseguí llegar a ser un jugador…lamentable

No exagero.

Jugaba cientos de partidas de todo tipo al mes: “Blitz” (rápidas); sin límite de tiempo; contra el ordenador; en la escuela o en campeonatos… y acabé entrando en un bucle obsesivo intentando ganar partidas imposibles. Si jugaba una partida y la ganaba era porque, o bien había tenido suerte o bien era mejor jugador que mi contrario, y ambos casos hacían de la partida algo insatisfactorio. Por otro lado, si jugaba una partida y perdía me sentía fatal por no conseguir ganar a alguien mejor que yo. En resumen: si ganaba, perdía, y si perdía, perdía.

La diferencia entre el caso de Mark Foo y la del lamentable jugador de ajedrez es obvia. La primera es la historia de un ser único. La segunda es una versión exagerada de la de aquellos que se retan a ser los mejores y al no serlo se frustran por el camino. Ambas historias hablan de la búsqueda de la perfección, pero la primera habla de la perfección como viaje y la segunda habla de la perfección como meta. Ambas, aunque salvando las distancias, son historias tristes porque, por desgracia, la gran mayoría de las veces alcanzar ese objetivo imposible conlleva un peaje elevadísimo.

La cuestión, en términos generales, no es si debemos aspirar a la perfección o no, sino cómo buscarla. Cuando estás dedicado en cuerpo y alma a hacer algo, ya sea un cuadro, un diseño, una serie de televisión o una empresa, la búsqueda de la perfección suele ser un peligroso compañero. Si no se consigue tomar la suficiente distancia como para saber parar a tiempo y permitirse el fracaso, lo que aparentemente era una motivación para sacar lo mejor de tí, puede convertirse en el principio básico de muchas desilusiones.

La curva del proceso de creación es muy gratificante y avanza muy rápido en el corto plazo, pero a partir de ahí, las pequeñas mejoras generadas por la obsesión de la perfección suelen ser poco rentables en términos esfuerzo/resultado. Peor aún, si sigues profundizando más y más en llegar a esa inalcalzable perfección (inalcanzable porque cuando llegas a ella inmediatamente quieres ir más allá, y el proceso se reinicia), es probable que en un momento dado te “ilumines” y todo lo que has hecho se desmorone, porque de pronto, “de manera objetiva”, te parece que lo que has creado es basura y carece de sentido.

Intentar alcanzar la perfección es la historia de intentar llegar al horizonte, a un punto que se mueve, a un lugar que no existe. En términos generales lleva a la ineficiencia y al sufrimiento, salvo que seas muy consciente de que sólo es el “drive” que te mueve y no el destino que te espera. Una buena máxima sería mantenerse en la búsqueda de la perfección, pero sólo mientras el viaje merezca la pena.

Fuente

El secreto de la música de los centros comerciales

A nuestro alrededor suena música a todas horas. Si no es a través de los cascos de nuestro reproductor de mp3, entonces es en el ascensor. Sin embargo, hay un tipo de música, el hilo musical que suena mientras hacemos la compra, que no es tan insignificante como parece. La música que suena en los centros comerciales no sólo es relleno acústico para el silencio. Tampoco está orientada a hacernos más llevadera la estancia.



Los secretos de la música de los centros comerciales tienen fuertes componentes maquiavélicos. Porque afectan a la conducta. Y a las ventas.

La corporación Muzak empezó a comercializar bandas sonoras para tiendas y ambientes de trabajo en 1928, cuando el general de los Estados Unidos George Squire, fundador de la compañía, descubrió cómo transmitir música a través de la línea telefónica.

Desde entonces, Muzak se ha sofisticado enormemente tras acabalar toda clase de conocimientos acerca de cómo influye la música en nuestras emociones, conductas de compra, movimientos físicos, velocidad de masticación y capacidad de razonamiento. A día de hoy, pues, Muzak ya ofrece 16 canales musicales diferentes.

La filosofía directriz de la compañía es “vender productividad”.

Los clientes de las tiendas que hacen sonar música Muzak por si hilo musical dedican un 18 % más de tiempo a las compras y realizan un 17 % más de adquisiciones.

Una detallada investigación sobre el ritmo, el tono y el estilo de la música ha revelado que una selección cuidadosa de sonidos puede tener un impacto significativo sobre el consumo, la producción y otras conductas cuantificables. Las ventas de ultramarinos aumentan un 35 por ciento si los establecimientos emiten la música Muzak a ritmo más lento. Los restaurantes de comida rápida utilizan música Muzak con una cadencia mucho más rápida para incrementar la velocidad a la que los clientes mastican. La ropa de colores llamativos se vende mejor en tiendas con música de discoteca, y los artículos baratos se encuentran en los entornos más ruidosos para que los clientes dediquen menos tiempo a examinar la calidad de la mercancía.

Los efectos del hilo musical en el consumidor están tan asumidos que ya no se discuten ni siquiera si tienen efectos o no, sino qué efectos se deben potenciar o no para alcanzar las mejores ventas. El psicólogo David Hargreaves lo explica así:

Según la mayoría de la gente, el tiempo vuela cuando te estás divirtiendo… pero si te gusta la música y te concentras en ella, el tiempo pasa más lentamente. La música que no te gusta hace que el tiempo se contraiga y la música hace que la percepción del tiempo aumente. Al vendedor se le plantea un dilema: ¿es preferible utilizar la música para hacer más agradable la tienda o para hacer sentir a la gente que el tiempo pasa rápidamente?

"Hay estudios que ponen de manifiesto que hay una relación entre ciertos parámetros de la música y determinados hábitos del consumo", explica Benjamín Sierra, profesor del departamento de Psicología Básica de la Universidad Autónoma de Madrid.

Un estudio comprobó cómo en una tienda de vinos de Francia los clientes, si escuchaban música clásica de fondo, tendían a comprar vinos más caros. "También hay estudios que señalan que en los restaurantes, con una música más lenta y agradable, los comensales permanecen más tiempo y son proclives a dar propina", agrega Sierra. Aunque aclara que la influencia de la música en la incitación al consumo hay que ponerla en el contexto de lo que él llama "el ambiente físico del consumo": los colores del establecimiento, la decoración o la iluminación.

En algunas tiendas, además, los responsables tienen el aire acondicionado puesto alto para que la gente no se pare demasiado y circule. Todo está estudiado.

Más de 2.600 empresas de moda disponen de hilo musical en España para estimular las compras, las empresas usan música de ritmos suaves cuando hay pocos clientes en los establecimientos para invitarles a quedarse, mientras que los ritmos más rápidos sirven para momentos en que la afluencia de la clientela es masiva, para que la compra sea más dinámica y evitar así aglomeraciones.

"Hay una hipótesis que señala que no es la música la que ejerce un efecto directo sobre el consumo, sino que genera estados de ánimo positivos, como la euforia, o negativos, como la melancolía, y eso es lo que hace que el cliente consuma un producto u otro", afirma el profesor Benjamín Sierra. "También ocurre que una marca usa una música determinada en su campaña de publicidad y luego la reproduce en sus puntos de venta. Eso tiene varios efectos, como potenciar una actitud favorable al producto o activar la memoria", agreg

El sonido del silencio es una oportunidad de venta desaprovechada.

Fuente

domingo, 7 de marzo de 2010

Cualquier tiempo pasado..., ¿fue mejor?

No es poca la gente –incluso gente muy joven– que sustenta la idea de que existió un tiempo en el pasado donde la gente vivía felizmente, hasta libremente, en una especie de mundo bucólico y sencillo sin las preocupaciones, presiones y condicionantes del presente. Unos pocos (cada vez menos) siguen creyendo que todo tiempo pasado fue mejor, mientras otros consideran que en algún punto de nuestra historia existió una época dorada, un paraíso terrenal estropeado por nosotros mismos, por nuestra codicia, nuestra cerrazón o nuestra maldad.




Pero la realidad es que más allá de vanos idealismos, el pasado era un lugar donde ni tú ni yo querríamos permanecer más de una semana, en plan turista temporal, ni por asomo. El pasado era un lugar horrible para vivir, un tiempo de mugre, piojos, dolor de muelas, tiranía, superstición, ignorancia, plagas, niños muertos y mamás adolescentes muertas con ellos.

Vidas breves.

Hasta la llegada de la medicina moderna, la tasa de mortalidad infantil en todo el mundo oscilaba entre el 20% y el 30%, llegando al 40% en épocas de hambruna, guerra o plaga. Estas cifras se mantuvieron así hasta entrado el siglo XX en lugares de orden social tradicional donde la ciencia médica tardó en penetrar. Las causas más frecuentes eran las infecciones otorrinolarigológicas, la difteria, el sarampión, la viruela y la rubéola, con ayuda de la anemia. Uno de cada cinco niños nacidos vivos no llegaba a la adolescencia en el mejor de los casos, y normalmente uno de cada tres. Esta es una cifra peor que la del peor infierno del Tercer Mundo presente, donde al menos llega algo de penicilina y algunas vacunas de vez en cuando.

Vamos a expresarlo gráficamente. Toma una hoja de papel y escribe en ella los nombres de diez niños que conozcas. Ahora tacha dos. O tres. O hasta cuatro, en un año malo. Ese era el riesgo de nacer hasta aproximadamente la segunda mitad del siglo XIX en el mundo más desarrollado, y mediados del XX en el resto. Un motivo central de la tendencia a tener muchos hijos presente en todas las culturas es que al menos un porcentaje de ellos sobrevivieran para mantenerte cuando fueras viejo, antes de que existieran las pensiones de la Seguridad Social.

Si lograbas sobrevivir a estas tasas de mortalidad infantil, causadas por la poca diversidad y seguridad alimentaria, la falta de higiene y asepsia y la ausencia de antibióticos y vacunas, entonces era posible que llegaras a vivir hasta los 60 o 70 años; incluso, en algunos casos, hasta avanzada edad. Pero si eras chica, tus probabilidades de que tal cosa sucediera sufrían un nuevo hachazo: las probabilidades de morir en el parto oscilaban entre el 1% y el 40%, normalmente de hemorragia, obstrucción o fiebre puerperal, cuando no de aborto casero. Esto es, a partir de los 12 o 13 años, en cuanto llegaba la pubertad, porque eso de empezar a reproducirse con 18 o más años es otra invención de la era moderna, una excepción en la historia humana.

Si sobrevivías a la infancia y no te mataba la guerra o la peste o la fiebre puerperal o cualquier mal aire, es posible que vivieras un buen puñado de años. Cómo los vivirías es otra cuestión.


Piojos, malaria, tos sangrienta y dolor de muelas.

Se oye con frecuencia que la caries es una enfermedad de la civilización, vinculada a las dietas que asumimos cuando inventamos la agricultura y nos sedentarizamos. Es cierto que la agricultura y la sedentarización, aunque dieron lugar a las civilizaciones, fueron una muy mala idea para quienes las padecieron: la esperanza de vida media de 33 años que habíamos gozado cuando éramos nómadas, en el Paleolítico Superior, colapsó a menos de 30, más bien 25 o 28 y a veces 18, como en la Edad del Bronce. Es incluso probable que las poblaciones nómadas tuvieran que ser sometidas y sedentarizadas por la fuerza. Ocurriera como ocurriese, hacinarse en esas marismas insanas que llamamos tierras fértiles empeoró la mortalidad y la calidad de vida de casi todo el mundo, hasta aproximadamente el siglo XX. La caries, ciertamente, se multiplicó y agravó enormemente durante el Neolítico, con la agricultura y la sedentarización.Y nadie sabía cómo combatirlas, la única posibilidad era arrancar el diente, pero quedarse desdentado en aquellos tiempos tampoco era una idea muy buena, así que muchas veces se retrasaba hasta que dejaba de doler, conduciendo a infecciones maxilares mucho más severas. La historia de la humandidad es una historia de gente desdentada, con constantes dolores de muelas y graves abscesos faciales, a la que el aliento le olía peor que una alcantarilla. Sin analgésicos, ni antibióticos, ni nada parecido a la cirugía dental y maxilofacial contemporánea.

Otra consecuencia perversa de la sedentarización fue el surgimiento de la tuberculosis, en este caso gracias a un bacilo frecuente en la ganadería. Probablemente se trate de la primera enfermedad de que tuvimos consciencia como un estado específico: en Egipto ya tenían hospitales especializados en su tratamiento allá por el 1.500 a.C. Con dudoso éxito, pues parece que tanto el faraón Akenatón como su esposa Nefertiti murieron por causa de la tisis, su nombre tradicional en castellano; si unos emperadores considerados como dioses morían así, puede imaginarse lo que esperaba al pueblo llano. En la India, los brahmanes tenían prohibido casarse con ninguna mujer cuya familia tuviera un historial de tuberculosis, lo que tampoco resultaba muy eficaz. Durante el siglo XIX, la llamada Peste Blanca se comía a las jovencitas y no pocos jovencitos y no tan jovencitos por millones, dando lugar a uno de los temas más característicos en el Romanticismo.

La malaria es otra vieja compañera, sólo recientemente erradicada en los países desarrollados, vinculada también a las aguas estancadas y sus mosquitos, los campos de cultivo y la sedentarización. En la Roma clásica, la malaria, la tuberculosis, el tifus y la gastroenteritis se ventilaba cada año a unos 30.000 ciudadanos en los meses enfermizos de julio a octubre.

Inseguridad alimentaria.

Por otra parte, ni nómadas ni sedentarizados tenían garantía alguna sobre la seguridad de su comida y su agua. Las comunidades nómadas eran pequeñas y dispersas porque dependían de lo que la tierra quisiera dar, imposibilitadas para evolucionar y desarrollarse. Las comunidades sedentarias no sólo produjeron durante largo tiempo comida abundante pero poco variada y de ínfima calidad, sino que estaban sometidos a toda clase de plagas y putrefacciones.

Hoy en día nos quejamos de que a la comida y al agua le echan cosas y de que es todo artificial. Lamentablemente, las alternativas son el cólera, la gastroenteritis, el carbunco (ántrax), la triquinosis, la salmonelosis, la listeriosis, el botulismo, el síndrome de Guillain-Barré, la gangrena gaseosa, la hepatitis, la diarrea mataniños y otras delicias por el estilo que en el pasado constituían una permanente ruleta rusa. Las epidemias de los cultivos y el ganado no sólo los mataban, provocando constantes hambrunas, sino que incluso cuando no los mataban podían contaminarlos de manera invisible para un mundo sin microscopios.

La potabilidad del agua merece párrafo aparte. Antes de que aprendiéramos a separarla de las aguas fecales y echarle cloro y otros productos químicos, beber agua era tan peligroso como una caja de bombas. De hecho, la gente, si podía evitarlo, no bebía agua. Ni tampoco mucha leche, excepto la materna, pues antes de que aprendiéramos a pasteurizarla provocaba masivamente tuberculosis bovina, neuropatía inflamatoria desmielinizante, enteritis, carbunco (ántrax) y demás. Así pues, hasta los niños bebían vino, cerveza o aguardientes si podían permitírselo, que no eran mucho más seguros pero un poquito sí, por la presencia de alcohol: el alcohol es un conocido antiséptico.

Para comer mínimamente bien había que ser rico. La comida era muy cara de producir, conservar, transportar y comercializar, y estaba sujeta a numerosos imprevistos. El precio del pan fue una cuestión de estado durante milenios, sabiendo que un aumento excesivo debido a la escasez o la especulación podía ocasionar revueltas y subversión, dado que la gente no tenía mucho más para comer. Libros revolucionarios clásicos como La Conquista del Pan del anarquista Pyotr Kropotkin, o incluso textos como el Lazarillo de Tormes, Rinconete y Cortadillo o el mismo Sancho Panza en el Quijote nos transmiten una idea de lo muy complicado que era alimentarse para la gente de a pie, y la miseria general en que vivían. Con frecuencia, una familia no podía pagarse las calorías necesarias para alimentar a todos sus miembros; hacerlo de forma saludable o al menos variada era una fantasía de aristócratas, arzobispos, reyes y papas. Estar gordo era la moda y el referente estético de belleza y éxito social, porque sólo los muy adinerados y poderosos podían permitírselo; las personas corrientes estaban flacas como espartos por simple desnutrición y exceso de trabajo físico. Estar flaco era cosa de pobres. Ahora son los pobres los que están gordos, al menos en el mundo desarrollado, debido a la mala nutrición pese al exceso de calorías; y los más acomodados pueden permitirse alimentos, cuidados y tratamientos que les permiten... estar delgados.

Mugre, ignorancia, superstición, tiranía.

El pasado era un sitio sucio y maloliente, con ratas y parásitos por todas partes. Donde había alcantarillado, solía estar abierto; sólo los ricos podían pagarse termas, baños y cosas por el estilo. En la mayor parte de lugares, la higiene era un concepto desconocido e innecesario, porque no sabíamos nada de microbios.





Éramos ignorantes como piedras: una turba vil y analfabeta presa de tiranos, demagogos, clérigos, santones y toda clase de supersticiones. La alfabetización era un secreto gremial de escribas, monjes y sabios; la mayor parte de la gente no sabía leer o escribir ni su propio nombre y no digamos ya cualquier rudimento de cultura general. Los niños no comenzaron a ir a la escuela sistemáticamente hasta mediados del siglo XIX. En un mundo así, toda clase de supercherías, miedos, religiones y tiranías calaban sin más en amplias masas sociales, desprovistas de las más tenues bases intelectuales para desafiarlos. La forma común de gobierno era garrotazo y tentetieso. No existía nada parecido a la justicia; la idea de que tuvieran que juzgarte con un juez imparcial y un abogado defensor bajo el imperio de la ley sólo se extiende al pueblo a partir de los procesos revolucionarios del siglo XVIII. La vendetta y la ordalía eran formas de justicia común, así como castigar hasta los delitos más leves con tormentos infames. Para los partidarios de volver al endurecimiento de las penas, recordaré que hubo un tiempo en que podían desmembrarte en la rueda hasta por robar gallinas, sobre todo si el dueño de la gallina pertenecía a las castas superiores, y nunca dejó de haber ladrones, violadores o asesinos. De hecho, había muchos más que ahora: la miseria, el hambre, la opresión y la incultura propulsaban constantemente a grupos de población hacia la delincuencia, desde el pequeño robo hasta el bandolerismo y la piratería. En realidad, no había justicia ninguna, en el sentido actual del término: sólo la voluntad de los poderosos.

Hay quienes, por absurda idealización, creen que estos mundos del pasado podían ser mejores que el mundo presente. No lo fueron, jamás lo fueron: para la inmensa mayoría de quienes vivieron allí, constituían un infierno sólo aceptable porque no conocían nada mejor y porque creían a machamartillo en paraísos religiosos. Pero si a cualquier padre o madre del 300.000 a.C., del 30.000 a.C., del 3.000 a.C., del 300 a.C., del 300 d.C., y hasta del 1.900 d.C., le hubiesen dicho que llegaría un tiempo en que podría llevar a su hijo enfermo a un hospital con médicos científicos, antibióticos, TACs, analgésicos, de todo, y que luego se lo podría llevar curado a casa para bañarlo con agua calentita que sale de un grifo a precio ridículo –sí, ridículo: la leña y el carbón costaban el sueldo de un mes–, meterlo en una cama sin piojos, chinches o pulgas y darle de comer toda clase de alimentos y agua que no lo pone más enfermo... si hubiera podido comprenderlo, si hubiera podido vislumbrarlo, habría pensado que éste debía ser el paraíso de los dioses benevolentes prometido en sus profecías. Y desde luego habría firmado cualquier cosa con tal de estar aquí, no allí. Aunque no podía. No sabía firmar.

Pese al fatalismo de los pesimistas, la humanidad ha demostrado constantemente su capacidad de mejorar, de evolucionar, de progresar hacia un futuro mejor. Para ello tuvimos que deshacernos de un montón de rémoras del pasado, estudiar profundamente y transformar la realidad de maneras radicales, a veces pacíficas y a veces violentas. Y tendremos que seguir haciéndolo si queremos ir aún a mejor. En todo caso, mereció la pena y sigue mereciendo la pena. Puestos a malas, yo prefiero morir con morfina en el más infame hospital de nuestro tiempo que sin morfina en cualquier palacio de aquella Arcadia infeliz. ¿Y tú?

¿Percibimos igual los colores hombres y mujeres ?

¿Todos vemos por igual los colores? o para ser más exactos ¿todos somos igual de susceptibles a las variaciones de cada una de sus gamas? Desde hace buen tiempo -y descontando a todos aquellos que sufren alguna deficiencia- se afirma que no, es más, se dice que las mujeres tienen mayor capacidad que los hombres para percibirlos. Un interesante artículo de Cognitive Daily explora este tema.

En los años 80 un grupo de investigadores encontraron una serie de evidencias fisiológicas que confirmaban importantes diferencias entre los sistemas visuales de hombres y mujeres, y la más relevante se encontraba en las características de los conos (las células que permiten percibir los colores). Como es sabido existen tres tipos de conos, cada uno de ellos es responsable de codificar una porción del espectro luminoso: rojo, verde y azul. Sin embargo el análisis que hicieron hace poco más de 20 años los llevó a la conclusión que la mitad de las mujeres poseía un cuarto tipo de cono.



Según los estudios realizados las mujeres son mejores (levemente) en la percepción del rojo. Pero la demostración de si perciben más colores es más compleja que lo que solemos pensar, pues si bien un color físicamente es una frecuencia de onda, es -sobre todo- un concepto y por lo tanto un signo cultural; diferenciamos los colores cuando los asociamos a un concepto: verde, verde esmeralda, azul ultramar, amarillo limón, amarillo cadmio, naranja, lila, azul cerúleo, celeste, etc. Por ejemplo; sin la categoría naranja es probable que sigamos llamando rojo o amarillo al color naranja. En todo caso lo que sí se demostró es que las mujeres manejaban más categorías de color que los hombres.

Kimberly Jameson, Susan Highnote, y Linda Wasserman hace unos pocos años realizaron una interesante experiencia entre diversos grupos: (1) mujeres con cuatro conos, (2) mujeres con tres conos, (3) hombres con tres conos y (4) hombres con dos conos. La idea era que cada participante trazara sobre el espectro las líneas divisorias entre colores que podía percibir. El primer grupo logró distinguir en promedio 10 colores, el segundo y tercero poco más de 7 colores y el último poco más de 5.

A continuación muestro una curiosa infografía que aglutina los resultados de diversos estudios realizados acerca de la preferencia y la percepción de los colores entre hombres y mujeres.